“LA TABAQUERA”, UN RELATO QUE TRANSCURRE EN MIGUELTURRA

 “Por asuntos que maldito lo que interesan a los lectores, me vi precisado, hace algún tiempo, a pasar unas cuantas semanas en Miguelturra, población inmediata a Ciudad Real: tan inmediata; como que sólo la separa de la capital de la provincia un trozo de carretera que recorre a pie en pocos minutos y otro de vía férrea que salva la locomotora en mucho menos tiempo. Hice allí amistad con un buen hombre, a quien llamaré Anselmo Rodríguez; alto, recio de complexión, rayano en los sesenta inviernos, de carácter franco y desprendido y amigo de amenizar la conversación con historias y recuerdos del tiempo pasado que, dicho sea entre paréntesis, no le parecía mejor ni peor que el presente, en cuyo punto estábamos de completo acuerdo. Con frecuencia salíamos ambos a pasear por la carretera, y generalmente le dejaba llevar la palabra, no sólo por consideración a su edad, sino porque siempre me ha gustado más aprender que enseñar, observar que ser observado, porque hablar, Don Anselmo hablaba largo y tendido, interrumpiéndose solamente, de vez en cuando, para sorber una enorme pulgarada de rapé que sacaba de una tabaquera ordinaria, todo lo más ordinario y más prosaico y más anticuado que imaginarse pueda. Cuando verifica dicha operación, no dejaba nunca de dirigir una mirada cariñosa a aquel vulgar adminículo, lo cerraba cuidadosamente, con la mayor precaución, y hasta otra. Una vez que se le cayó al suelo, le vi palidecer; bajose rápidamente, la examinó con detención y cuando se hubo cerciorado de que no había sufrido detrimento alguno, exhaló un suspiro de satisfacción. Esto no me habría causado extrañeza tratándose de un avaro; pero ya he dicho que Fernández no lo era. Supuse, pues, que el cariño que demostraba por objeto tan baladí debía reconocer algún motivo oculto y le interrogué discretamente sobre ello. No se hizo rogar para darme amplias explicaciones. A las primeras de cambio, se sonrió y dijo: Comprendo que le ha sorprendido a usted el cariño que demuestro por una cosa de ningún valor, pues en realidad no lo tiene; sin embargo, de pronto desaparecerá su sorpresa. Sepa usted que esta tabaquera ha salvado la vida a un hombre. Y como yo le mirara con aire incrédulo, menos porque no diese crédito a sus palabras que por incitarle a ser del todo explícito, continuó: No crea usted que exagero. Voy a referir el caso y así se convencerá de que no he dicho sino el Evangelio. Cogió la tabaquera entre el pulgar y el índice de la mano derecha, y mostrándomela dijo: Este chisme me costó tres o cuatro reales en la feria de la virgen del Prado, que se celebra todos los años en Ciudad Real. Lo compré porque me había dejado aquí las dos o tres tabaqueras buenas que poseo y no quise privarme de satisfacer el vicio hasta volver a casa, ni desperdiciar el rapé llevándolo en el bolsillo. Cuando decidí regresar a Miguelturra, como la mañana estaba hermosa y yo soy andariego, emprendí a pie el camino por esta misma carretera en que nos encontramos. Había pasado en Ciudad Real tres o cuatro días, al cabo de los cuales, me levante con el alba, y según acabo de decir, emprendí el regreso a mi hogar. Sólo de trecho en trecho, interrumpía mi marcha para proporcionarme el placer de tomarme un polvo con todo descanso, y al mismo tiempo dirigía maquinalmente la vista en torno mío. Una de las veces que verifique esta operación, un espectáculo aterrador heló la sangre en mis venas. A cierta distancia de mí y medio oculto entre unos matorrales, un hombre, vuelto de espaldas hacia donde yo estaba, se disponía a levantarse la tapa de los sesos con un revólver. Un segundo más y ya no había remedio. Tuve una feliz inspiración. Lancé con fuerza la tabaquera y mi ojo fue tan certero, que aquella dio en el cañón del arma y lo desvió lo suficiente para que se perdiese en el espacio la bala que debía cortar el hilo de una existencia. Pocos momentos después y antes que el joven, porque un joven era, se recobrase de su sorpresa y pudiera pensar en reincidir, estaba yo a su lado, le desarmaba e invitábale a contarme las causas que le habían impulsado a adoptar tan ſatal resolución. ¡Aun me conmuevo al recuerdo de la historia de desdichas que oí de aquellos labios! Mentira parece que la suerte se encarnice tanto contra un hombre honrado, activo, inteligente, pues todas estas condiciones reunía el que yo acababa de salvar. Le di ánimos; le hice jurar que no insistiría en su propósito y, por de pronto, le llevé a mi casa e hice que se le atendiera como con urgencia necesitaba, pues hacía cuarenta y ocho horas que no había tomado alimento alguno. Cuando le vi más tranquilo, hablamos detenidamente: acabé de convencerme de que había tropezado con una persona de corazón y de inteligencia, que sólo en un momento de desesperación se había obcecado hasta el punto de atentar contra sus días, y resolví llevar mi protección más adelante. Primero le di colocación en mi casa; luego le asocié a mis empresas agrícolas y hoy... hoy, se lo digo a usted a condición de que jamás aluda en su presencia a lo que he referido; hoy es el padre de mis nietos, pues le di en matrimonio a mi hija mayor, que es, a su lado, la más feliz de las mujeres. ¿Comprende usted ya el inapreciable valor que tiene para mí esta vulgar tabaquera?”

Este relato se publicó en el número 463 del 5 de octubre de 1899 del semanario ilustrado “La Saeta”, publicación editada por la tipográfica La Académica de Serra Hermanos y Russell en Barcelona y que existió desde 1890 hasta los primeros años del siglo XX con tirada semanal. “La Saeta” se puede considerar como una de las primeras revistas que combina ilustraciones y fotos femeninas, incluyendo desnudos, con textos, artículos, cuentos e historias de lo más variado.

El autor de “La tabaquera” es Eduardo Blasco (solía firmar con el pseudónimo de Blas Quito), colaborador habitual de esta publicación y que fue un escritor, poeta, traductor y crítico teatral. Trabajó como redactor de “Barcelona Cómica” y de “El Primor Femenil”; colaboró, entre otras muchas publicaciones, con “El Iris”, “Pluma y Lápiz”, “La Semana Cómica” y “La Mosca Blanca”; fue director de “La Tribuna” de Castellón y publicó la novela “El Misterio de la Cruz, novela bíblica” (Barcelona, 1889, dos vols.).

En este enternecedor relato se refleja una preciosa historia que se desarrolla en Miguelturra, concretamente entre la carretera y la vía férrea que la unía y une con Ciudad Real, en esta ocasión alejada de la ironía y del sarcasmo habitual utilizados en este tipo de revistas. El personaje principal (al que le da el nombre ficticio de Anselmo Rodríguez) está basado, según el propio autor,  en una persona que existió y vivió en la localidad.

Fuentes: 

Historia de la lengua y literatura castellana / Julio Cejador y Frauca. Tipografía de la "Rev. de arch., bibl. y museos" Madrid, 1919

La Saeta Nº 463 (05/10/1899) Tipográfica La Académica de Serra Hermanos y Russell. Barcelona

El Eco de Miguelturra: Miguelturra en las obras de escritores de finales del siglo XIX y principios del XX / Rafael Sánchez Espinosa. Miguelturra: Área de Cultura del Ayuntamiento de Miguelturra, 2021.