LOS ZAPATOS DE JULIA

 A la memoria de Jutta Müller-Zantop

En una fría tarde de finales de otoño en la que ya los adornos y sonidos navideños colmaban calles, casas y comercios se encontraba Alejandro observando un maravilloso crepúsculo desde la sierra de San Isidro. Mientras admiraba absorto la paleta de colores anaranjados y rosáceos del cielo y las pinceladas que tintaban de lila las nubes que adornaban el horizonte por poniente, dejando a la izquierda su querida y admirada Miguelturra, volvió a recordar con nostalgia que esa agradable y rebosante satisfacción que sentía en esos momentos no hubiera sido posible sin aquellas ya lejanas vacaciones de Julia y si no hubiera desvelado el misterio de sus extraños zapatos polvorientos.

Desde el preciso instante en el que desveló aquel misterio se dio cuenta de las sensaciones y emociones que se había perdido hasta ese momento y comenzó a valorar en su justa medida todo aquello que le rodeaba en el pueblo y en la tierra que le vio nacer. Ya no sólo ese atardecer en San Isidro, también un amanecer desde las Cañadas, la majestuosidad y belleza de la Torre Gorda iluminada cuando pasea por la noche por la calle San Juan de Ávila o por la calle Príncipes de España en dirección a la Plaza del Cristo, el precioso retablo de la parroquia Nuestra Señora de la Asunción, las callejuelas del barrio Oriente, aquel olor ya desaparecido a uva fermentada en septiembre o a fruta en sartén en febrero, el deseo de conocer la historia de Miguelturra y de su entorno, de sus gentes, su cultura, su gastronomía, sus tradiciones…

Porque no siempre había sido así y eso, en cierto modo, le seguía avergonzando. 

Alejandro, en su juventud, apreciaba y admiraba muchas cosas de España, de Europa… del mundo, pero jamás se había planteado admirar su pueblo, su provincia, su tierra; esa tierra que veía y sentía con un clima extremo, llana, árida, seca, con poco o nada que ofrecer al visitante y mucho menos al residente. Estaba tan pendiente de alabar y disfrutar de lo ajeno que nunca se había planteado la posibilidad de intentar disfrutar y apreciar lo próximo... pero algo ocurrió que lo cambió todo.

No se había traspasado aún el ecuador de la década de los ochenta del siglo pasado cuando Alejandro había planeado en verano un viaje a la ciudad alemana de Colonia. Estaba realizando un trabajo sobre la escuela de la Bauhaus y por mediación de Abraham, un familiar que vivía en la zona, pudo contactar con Günter que era un reputado arquitecto especializado en ese movimiento artístico. 

El encuentro fue en la terraza del emblemático e histórico Café Reichard situado en la plaza que acoge la impresionante e imponente catedral gótica de Colonia. Al llegar a la plaza encontró a Günter acompañado de su esposa sentados a la sombra de la esbelta torre de la catedral, una de las más altas de ese estilo arquitectónico. 

Günter, a punto de llegar a la jubilación, reunía todos los tópicos del alemán tipo. Tenía un aspecto serio y circunspecto que imponía bastante, era alto, con el pelo canoso en sustitución de lo que seguramente había sido un pelo rubio, con ojos claros y voz profunda, seca y rasgada. Nada más llegar le presentó a su esposa, Julia. Una mujer que ya no cumplía los sesenta, y que, a pesar de tener una media melena rubia con pelo liso y grandes ojos azules, al contrario que su esposo, no reunía estrictamente los cánones típicos de la mujer alemana. No era demasiado alta, pero si muy delgada, esbelta, elegante, pizpireta, risueña y, desde el primer momento, sintió Alejandro que irradiaba simpatía y dulzura.

Tras un buen rato de conversación con Günter sobre el tema que los había reunido, Julia, que durante el diálogo permaneció atenta pero discretamente callada, supuso que éste había llegado a su fin y comenzó a interesarse por Alejandro: qué había estudiado, a qué se dedicaba... finalmente le preguntó de dónde era y dónde vivía. Alejandro contestó, suponiendo que el conocimiento de la geografía española no era el fuerte de Julia, que era de un pueblo de la provincia de Ciudad Real en La Mancha. Fue oír esto y la cara de Julia se iluminó, le regaló una amplia sonrisa, sus ya de por sí grandes ojos se abrieron aún más y exclamó con gran admiración “¡La Mancha, la tierra de Don Quijote!”. A continuación, explicó que había leído varias veces el Quijote y que admiraba a través de la novela de Cervantes su tierra y sus gentes.

Alejandro, saliendo de su error en cuanto al conocimiento de Julia sobre su zona geográfica, comentó entonces que concretamente había nacido y vivía en Miguelturra, un pueblo muy cercano a la capital de provincia. Ante su sorpresa y perplejidad Julia le relató con precisión el fragmento del Quijote en el que Sancho, gobernador de la ínsula Barataria, recibió a un labrador de Miguelturra. Alejandro se sintió algo abrumado e incluso abochornado ya que esa mujer que pertenecía a un país y a una cultura distinta conocía mucho mejor que él la inmortal novela de Cervantes que es insignia de su propia región. De hecho, Alejandro sólo la había leído en una ocasión y a la fuerza cuando cursaba sus estudios de bachillerato. 

A Julia ya no había quien la parara, se emocionó y siguió contando con gran entusiasmo cosas que iba recordando de la novela. Posteriormente siguió diciendo que era una gran viajera y que había tenido la suerte de visitar los cinco continentes; le encantaba conocer culturas distintas y coleccionar recuerdos de cada una de ellas. Con respecto a España, conocía perfectamente Cataluña (una de sus hijas vivía en Barcelona), bastantes zonas del norte, del levante o de Andalucía, pero nunca había estado en La Mancha y le encantaría conocerla, era su asignatura pendiente.

Alejandro, al verla tan emocionada y entusiasmada, les comentó que estaría encantado de darles alojamiento en su casa de Miguelturra y se prestaba a hacer de guía para que la conocieran en algún verano de años posteriores. Mientras Günter permanecía impasible (así estuvo durante toda la conversación) y ni negó ni afirmó, a Julia le encantó la idea, le agradeció el ofrecimiento y le dijo que para el próximo verano igual tenía noticias suyas.

En su fuero interno Alejandro pensaba que este ofrecimiento quedaría en agua de borrajas como tantas otras cosas que se dicen u ofrecen, pero luego quedan en el olvido. Que pasaría el tiempo y finalmente Julia, por olvido o dejadez, no plantearía esa visita. Pero se le escapaba un detalle, no contaba con el ímpetu y las ganas de Julia de conocer y de viajar por nuevos lugares y su concreto deseo de descubrir La Mancha. Así, nada más comenzar la primavera, Alejandro recibió una carta de Julia en la que le pedía si podían ir a pasar unas semanas entre julio y agosto de ese mismo año. Alejandro no tuvo otra que contestar afirmativamente y, en realidad, le apetecía la visita dada la simpatía y las ganas de conocer su tierra que le había transmitido esa mujer en su encuentro en Colonia.

Y así sucedió, a mediados de julio se presentaron en su casa de Miguelturra Günter, con su aspecto severo y ceñudo de siempre y Julia con una expresión a medio camino entre emocionada, expectante y alegre.

Alejandro quería que se llevaran de vuelta a Alemania una buena sensación y un bonito recuerdo de su tierra, así estuvo preparando una minuciosa programación según la cual harían excursiones a los lugares que él consideraba más emblemáticos de la provincia como Almagro, Villanueva de los Infantes, Campo de Criptana, Viso del Marqués, Ciudad Real o Valdepeñas; excursiones a entornos naturales como las Lagunas de Ruidera, las Tablas de Daimiel o Cabañeros, visitas gastronómicas a los restaurantes más reputados, la visita a una bodega, etc. 

Pasados un par de días de su estancia Julia le preguntó a Alejandro si le podía decir el plan que tenía de visitas durante su estancia, cosa que Alejandro le mostró de forma gustosa. Desde ese momento Alejandro comenzó a observar una conducta en Julia que le resultaba curiosa y que se repetía día tras día. Julia, al igual que su esposo Günter, madrugaba bastante. Tras desayunar, él se sentaba tranquilamente a leer en un sofá donde podía estar horas sin apenas inmutarse mientras que ella se calzaba unos curiosos zapatos, se ponía ropa cómoda y se marchaba a dar un paseo. Paseo que todos los días duraba varias horas. Esto se convirtió en una rutina diaria. Además, observó que para esos paseos matinales siempre usaba los mismos zapatos. Lógicamente, con el paso de los días los zapatos fueron adquiriendo polvo y se iban ensuciando de forma progresiva.

A Alejandro no le cuadraba mucho ese comportamiento de Julia con esos determinados zapatos, ya que era una persona muy aseada, limpia y que cuidaba mucho su vestuario, de hecho, el resto de calzado siempre lo llevaba limpio y resplandeciente. Lo que en principio era curiosidad se empezó a convertir en obsesión. Alejandro no paraba de pensar dónde iría en esos largos paseos y el porqué de llevar en ellos los mismos zapatos que jamás limpiaba. Varias veces estuvo a punto de preguntarle a Julia por ambas cosas, pero luego pensaba que la podría incomodar y no lo hizo.

Pero la duda le iba comiendo por dentro y llegó a pensar en seguirla alguna mañana a ver qué hacía, pero luego pensaba que si lo llegara a descubrir la situación podría ser muy incómoda, así que se le ocurrió una idea para intentar averiguar qué hacía Julia en esos paseos matutinos. Alejandro tenía un joven vecino, Pedro, que había nacido en Portugal. Sus padres, españoles de nacimiento, trabajaban en ese país. Pocos años antes de las vacaciones de Günter y Julia, al padre, le ofertaron un trabajo en Ciudad Real y se mudaron a Miguelturra. Pedro, su único hijo, era un muchacho muy especial; amable, generoso, siempre dispuesto a ayudar, pero le costaba entender y ser entendido. Tenía un problema que le afectaba al aprendizaje y ni hablaba correctamente portugués ni castellano. Su idioma era un batiburrillo extraño entre ambas lenguas. Por alguna desconocida razón Alejandro era de las pocas personas que le entendía y que era capaz de comunicarse con él de una forma medianamente aceptable. Por lo tanto, Pedro solía buscar conversación con Alejandro de vez en cuando y éste, además le solía mandar pequeños recados siempre acompañados de alguna pequeña recompensa que Pedro solía agradecer con una sonrisa extremadamente tímida. A Alejandro se le ocurrió enviar a Pedro como “espía” de los paseos de Julia durante los siguientes días de estancia en Miguelturra, a él no le conocía y no se extrañaría verle en lugares cercanos a ella. Y así sucedió, Pedro aceptó el encargo de Alejandro y se dedicó durante las mañanas siguientes a seguirla para luego contar a Alejandro sus andanzas.

Tras una semana aproximadamente, Alejandro buscó a Pedro para preguntarle por lo que había descubierto. Pedro le informó que Julia siempre seguía la misma rutina, empezaba a pasear por el pueblo, mirando unas casas y otras, pasaba por la plaza de la Virgen, luego iba en dirección a la Soledad, para llegar al parque y seguir en dirección a la plaza del Cristo, luego llegaba a la calle Real en las cercanías de San Antón y finalmente a la plaza de la Constitución. En todas ellas solía curiosear en sus respectivas ermitas o iglesia. Cuando se cruzaba con alguien las saludaba de forma efusiva e incluso se paraba a hablar con algunas de las personas. Tras su paseo por el centro urbano salía hacia el campo para seguir caminando. Con asiduidad se salía de los caminos y se metía en medio de los terrenos de siembra si veía a otras personas, en especial a pastores o agricultores con los que se paraba a charlar animadamente e incluso a compartir algún almuerzo. En una ocasión le contó Pedro a Alejandro que vio un grupo de perdices y salió corriendo tras ellas, no con ánimo de hacerles daño, sino por la alegría que le supuso ver en vivo y directo esas aves. Alejandro imaginó, mientras se reía para sus adentros, una escena totalmente quijotesca: una señora rubia y muy delgada correteando tras sus imaginarios gigantes, que, en este caso, en lugar de molinos eran perdices. 

Alejandro se mostró un tanto sorprendido del interés de Julia por conocer Miguelturra y sus gentes, pero pensó que como gran viajera que era quería tener contacto directo con los lugares y la gente que visitaba. Eso sí, seguía sin saber el motivo de llevar a esos paseos los mismos zapatos y tampoco conocía el motivo de que no los limpiara. Seguía siendo todo un misterio. 

Los días pasaron rápidamente y llegó el fin de las vacaciones para Günter y Julia. En la despedida Alejandro pudo percibir en el rostro infranqueable de Günter un atisbo de agradecimiento, algo que le satisfizo, mientras que Julia, tan simpática y agradable como siempre, no hacía nada más que deshacerse en elogios y parabienes. Ambos regresaron a Alemania y Alejandro se quedó, a pesar de haber descubierto lo que hacía en sus paseos, con las ganas de conocer el gran misterio de esos zapatos polvorientos y sucios, aunque finalmente optó por quedarse con la hipótesis de que sería una rareza de Julia, al fin y al cabo, una mujer de una cultura distinta y con otros usos y costumbres a los suyos.

Desde ese verano, siempre que se acercaba la navidad, Alejandro recibía por correo una felicitación de Julia con un dibujo de algún motivo navideño realizado por ella misma y siempre con palabras de agradecimiento hacia él y recordando situaciones, lugares o personas que conoció en sus vacaciones en Miguelturra. Fueron pasando los años y ya se convirtió en costumbre para Alejandro recibir esa felicitación de Julia... hasta que un año no llegó. A Alejandro le extrañó, pero pensó que quizás se había retrasado el correo y llegaría después de Navidad, pero fueron pasando los días y nunca llegó. Entonces Alejandro, temiéndose que algo malo le podría haber ocurrido a Julia, contactó de nuevo con su familiar, Abraham. Éste hizo algunas averiguaciones y le dio a Alejandro una noticia que jamás hubiera querido oír y que le cayó como una gran losa, Julia ya no estaba entre nosotros, había fallecido unos meses antes.

Alejandro siguió recordando con añoranza a Julia y, de nuevo, le vino la imagen de esos zapatos polvorientos y sucios y no paraba de lamentar el no haberle preguntado por ellos. Aprovechando que el siguiente verano tenía que asistir en Düsseldorf a un congreso y que esta ciudad está relativamente cerca de Colonia contactó otra vez con Abraham para que hiciera de intermediario y le preguntara a Günter si le importaba que pasara por su domicilio a darle el pésame. La respuesta de Günter fue afirmativa y, efectivamente Alejandro en un día libre se acercó a Colonia.

La casa de Julia y Günter era un chalet de estilo moderno en una zona boscosa a las afueras de Colonia. Al llegar en taxi al chalet le estaba esperando Günter en la puerta. Nada más verle notó Alejandro que había cambiado su aspecto serio y circunspecto por otro melancólico y triste. Julia, como le reconoció luego, era su principal pilar y no se acostumbraba a su pérdida. Alejandro le abrazó y le dio el pésame, Günter con voz entrecortada y ojos llorosos le invitó a pasar, se sentaron en un patio cubierto y estuvieron hablando un buen rato muy poco de ellos y mucho de Julia. 

El tiempo pasó volando y llegó el momento en el que Alejandro tenía que marcharse pues se acercaba la hora en la que quedó con el taxista para que le recogiera. Fue entonces cuando Günter le dijo que antes de que se marchara le gustaría enseñarle el más preciado de los tesoros que Julia poseía en su casa. 

Günter le condujo a una estancia cuadrada, amplia y muy oscura. Comenzó a encender progresivamente las luces para que Alejandro pudiera ver y poco a poco se fueron iluminando las paredes en las que se encontraban todo tipo de recuerdos de los muchos viajes de Julia. Al iluminarse la primera pared pudo ver muy bien dispuestos en diversas estanterías varios objetos como lanzas, tallas de ébano, escudos y máscaras de África. Se iluminó la segunda pared y observó, entre otros, cerámicas, espadas, sedas y objetos de bambú asiáticos. La tercera pared estaba dedicada a suvenires de América y pudo alcanzar a ver imágenes de ídolos incas y mayas, cerámicas diversas, calaveras mexicanas, escudos indios o gorros vaqueros. En la cuarta y última pared había multitud de recuerdos de diversos países europeos. 

Alejandro se encontraba a la vez estremecido y emocionado al ver con sus propios ojos todas esas cosas que Julia había guardado como recuerdos, se trataba de un auténtico museo etnológico mundial.

Pero las emociones de Alejandro no terminaron ahí, le quedaba aún lo mejor. Günter pulsó el último interruptor y, de pronto, una potente luz iluminó el centro de la habitación. Alejandro quedó por un instante inmóvil a causa de la transitoria ceguera que le produjo la luz. Cuando sus ojos se adaptaron y pudo reaccionar observó que la luz descendía sobre la parte central en la que había una vitrina de cristal sobre un pedestal de mediana altura que guardaba un objeto que no pudo identificar. Günter, con gesto de complicidad y con la única media sonrisa que le brindó prácticamente desde que le conoció, le hizo una seña a Alejandro para que se acercara mientras que le decía que ese era el tesoro más preciado de Julia. Alejandro le hizo caso y, al descubrir lo que contenía el interior de la vitrina, quedó literalmente petrificado, helado, asombrado, paralizado, atónito y boquiabierto además de mudo, no pudo articular palabra. Günter pudo observar que unas lágrimas salían de sus ojos y caían por sus mejillas mientras él intentaba de forma torpe secar las suyas. 

En el interior de la vitrina posaban unos curiosos y extraños zapatos polvorientos y sucios con una inscripción que rezaba: “Miguelturra-Schuhe” (Zapatos de Miguelturra).

Nota del autor: este relato está basado en hechos y personajes reales.



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