KNOCKIN' ON HEAVEN'S DOOR

Abrió los ojos y se encontró en su habitación, no recordaba el tiempo que había estado enfermo en ella, miró alrededor y no había nadie. Entonces atisbó encima de su mesita su viejo reproductor de CD. Se levantó no con demasiado esfuerzo y se dirigió a cogerlo. En él aún permanecía uno de sus discos favoritos, un recopilatorio de su admirado Bob Dylan. Tras mirar por la ventana y comprobar que pronto comenzaría a atardecer le apeteció mucho realizar una de sus actividades favoritas: pasear por el pueblo que le había acogido, Miguelturra, mientras escuchaba su música preferida. Se vistió, se calzó unas deportivas, se puso un abrigo sobre su cuerpo y su ya descolorido palestino en el cuello y hombros, pues notaba que el frío ya arreciaba con fuerza. Luego se colocó con cierta parsimonia los auriculares, le dio al “play” y, tras sentir un pequeño y agradable cosquilleo por todo el cuerpo, cerró los ojos un instante y se dispuso a dar un gratificante paseo, de hecho, pensó que siempre los eran.

Comenzó a escuchar el tema “Mr. Tambourine man” y, mientras repetía en su mente el estribillo “Hey! Mr. Tambourine Man, tócame una canción; no tengo sueño y no voy a ninguna parte; hey! Mr. Tambourine Man, tócame una canción; en el cascabeleo de la mañana te seguiré”, andaba sin rumbo fijo por diversas calles de Miguelturra… hasta que comenzaron a sonar los últimos versos de esta canción (“Silueteado por el mar, rodeado por las arenas del circo, con todos los recuerdos y el destino conducido profundo bajo las olas, déjame olvidarme de hoy hasta mañana”). Entonces se percató que se encontraba en la calle Real a la altura del viejo cuartel de la Guardia Civil y se le vino una feliz idea a su mente, en esta ocasión, en su paseo, iba a realizar una ruta por los tres edificios de Miguelturra que más le gustaban e impresionaban. 

Dicho y hecho; siguió por la citada calle y, justo cuando dejó a su izquierda la vetusta ermita de San Antón, punto de encuentro de celebraciones como la hoguera en honor del santo y su procesión a la que se suelen llevar los animales domésticos, se dirigió a la calle Príncipes de España en dirección a la Plaza del Cristo. Tras unos pocos metros comenzó a surgir, imperiosa, espectacular, inmensa la cúpula de la ermita del Santísimo Cristo de la Misericordia, la famosa Torre Gorda. Se paró de repente porque creyó ver que la cúpula acariciaba las nubes y creyó oír a los muros contar antiguas historias. Tras un breve rato continuó su marcha dejando atrás ese testigo del tiempo inmemorial, ese gigante, ese faro, ese icono inmortal.

Sonaba entonces en su reproductor de música el tema “The Times They Are A-Changin”) y pensaba que efectivamente Dylan tenía toda la razón cuando escribió esos versos… “La línea está trazada y marcado el destino, los lentos ahora serán rápidos más tarde, como lo ahora presente más tarde será pasado; el orden se desvanece rápidamente y el ahora primero más tarde será el último porque… los tiempos están cambiando”. Entonces desembocó en la Plaza de la Constitución tras recorrer las calles Cristo y Miguel Astilleros. Allí pudo vislumbrar la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, otra obra testigo del tiempo, que se le presentó bajo un cielo azul que iba tomando tintes rosáceos. Al mismo tiempo respiraba profundamente el dulce aroma que transportaba el viento. Entonces se sintió joven de nuevo, lleno de energía y vitalidad. Se detuvo, además de un gran melómano, era un gran amante de todas las artes, especialmente la pintura y la escultura por lo que pensó durante unos momentos en algunos de los grandes cuadros que adornan su interior y, especialmente, en algo que siempre había admirado: el bello y espectacular retablo que preside la parroquia tras su altar mayor datado en la última década del siglo XVI y atribuido a Esteban Peroli. Después, continuó su camino.

Y lo hizo hacia la Plaza de España y, de ella, pasó hasta una calle que conocía muy bien, la calle Carnaval. Aquí al llegar a la altura del Mercado de Abastos no pudo evitar mirar de reojo a la izquierda y esbozar una pícara sonrisa de satisfacción al contemplar el letrero con ese “escudo redondito con muchas copas de Europa” en el que alguna que otra alegría había vivido acompañado de buena gente. Mientras empezaba a estremecerse al oír sonar los versos de la canción  “A hard rain’s a-Gonna fall” (“Oí el sonido de un trueno, que rugió sin aviso, oí el bramar de una ola que pudiera anegar el mundo entero, oí cien tamborileros cuyas manos ardían, oí diez mil susurros y nadie escuchando, oí a una persona morir de hambre, oí a mucha gente reír, oí la canción de un poeta que moría en la cuneta, oí el sonido de un payaso que lloraba en el callejón, y es dura, es dura, es dura, es muy dura, es dura la lluvia que va a caer”), giró por la calle Rodeo para continuar por la calle Pablo Ruiz Picasso, Carretas y Plaza de La Virgen para encontrarse con la ermita de la patrona, la Virgen de la Estrella adosada al convento de las Mercedarias. Ese lugar de encuentro durante las ferias y fiestas le transmitía ahora, en contraposición a la sensación anterior, serenidad y placidez, pues emanaba, bajo las ramas de sus frondosos árboles una paz y un sosiego que invadía todos y cada uno de los poros de su cuerpo.

Ya había conseguido el objetivo de su paseo, pero era tal el bienestar que sentía en esos momentos que decidió ampliarlo, así tomó la calle Portugal para seguir por la calle Enrique Tierno Galván, donde dejaba a su derecha el parque dedicado al personaje más ilustre que ha dado Miguelturra, Don Francisco Rivas Moreno y desembocar en la Avenida de Europa. Había decidido “hacer la Ronda”. Tras pasar por el Auditorio Multifuncional miró en la lejanía y pudo contemplar sobre el puente que salva la vía del ferrocarril, el atardecer más bonito que recordaba. El cielo se había convertido en un lienzo de colores y el sol, a punto de desaparecer tras el horizonte, teñía las nubes con pinceladas rosas, naranjas y púrpuras. 

Continuó su camino con pasos cadenciosos, pero, en un momento, notó que algo no iba bien, todo empezaba a ser extraño. A través de sus auriculares sonaba un mítico tema que había servido años atrás como banda sonora de una de las más bellas representaciones cinematográficas de la muerte en un atípico western titulado “Pat Garrett y Billy The Kid” dirigido por Sam Peckinpah y protagonizado, entre otros, por el propio Bob Dylan. Era el tema “Knockin' On Heaven's Door” (“Mujer, quítame esta placa, ya no puedo usarla más, se hace tarde, está demasiado oscuro para mí, me siento como llamando a las puertas del cielo; mujer, entierra mis armas, ya no puedo dispararlas más; esa gran nube gris se acerca, me siento como llamando a las puertas del cielo”). En ese momento notó que no le costaba andar, de hecho, parecía que iba ascendiendo, era la sensación de ir flotando, pero contradictoriamente, notaba el firme del suelo en sus pies. Miró a su izquierda y la Torre Gorda parecía muy lejana, la veía pequeña y distante como un vago recuerdo. Miró a su derecha y vio un extraño edificio con múltiples ventanas; una de ellas estaba iluminada, fijó la vista y se encontró con una persona que yacía en una cama. Entonces se estremeció y un hilo de terror le recorrió el cuerpo: ¡era él y parecía estar sin vida! Totalmente confundido miró al frente y, de repente, comenzó un viento cada vez más potente mientras oía las rimas de una canción que amaba: “Blowing in the wind” (“¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que le consideréis un hombre?... ¿Cuántas veces debe un hombre alzar la vista antes de que pueda ver el cielo?... La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento.”) y vislumbró una luz brillante, intensa, cegadora a la que se iba acercando empujado por ese viento sin posibilidad de volver atrás. Al aproximarse comprobó que era una gran puerta de luz, una luz que le atraía cual imán. El viento le seguía empujando hacia ella, estaba ya demasiado cerca. A continuación comenzó a notar que se iba transformando esa sensación de terror en otra totalmente distinta. Comenzó a inundarse de paz, serenidad, tranquilidad… Entonces lo comprendió todo, todos sus temores desaparecieron y con una sonrisa en los labios, dejó atrás sus recuerdos, sus amores, sus alegrías, sus miserias y sus penas. Totalmente decidido dio con firmeza el paso definitivo para traspasar esa refulgente puerta, fue su último paso. Después… el silencio.

A la memoria de Javier Ledesma Sauco

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